Casi deseando que alguien me traicione
que alguien me haga daño,
más no por perverso masoquismo
si no todo lo contrario.
Porque he aprendido a odiar el dolor,
porque este casi logra destruirme
y me destruiría de no haber encontrado una salida,
una agradable forma de escapar
de transformar cada tormentosa hora
en cautelosa e impávida calma
en fría y dura mirada.
Transformar el desgarrador sufrimiento
en un gélido filo de venganza.
Poder disfrutar planeándola,
cada pequeño movimiento,
cada pequeña reacción,
cada inverosímil actitud,
milimétricamente calculada,
acondicionada a un único propósito,
alcanzar la satisfacción de entender
que en esta vida nunca seré el único perdedor
y que el objetivo de mi represalia se sofocará
en una dosis multiplicada
de aquel dolor que me causó.
Nada como el suave sabor de su néctar,
fría o hirviente, pero nunca insípida y jamás indiferente.
Sin tintes filosóficos ni políticos,
solo simple y pura venganza.
Que me permita sentir el vientre cálido,
que me otorgue el agradable placer
de saber que no hay forma mejor
para compartir cualquier perdida o dolor
con la persona que lo ocasionó.