Casi deseando que alguien me traicione
que alguien me haga daño,
más no por perverso masoquismo
si no todo lo contrario.
Porque he aprendido a odiar el dolor,
porque este casi logra destruirme
y me destruiría de no haber encontrado una salida,
una agradable forma de escapar
de transformar cada tormentosa hora
en cautelosa e impávida calma
en fría y dura mirada.
Transformar el desgarrador sufrimiento
en un gélido filo de venganza.
Poder disfrutar planeándola,
cada pequeño movimiento,
cada pequeña reacción,
cada inverosímil actitud,
milimétricamente calculada,
acondicionada a un único propósito,
alcanzar la satisfacción de entender
que en esta vida nunca seré el único perdedor
y que el objetivo de mi represalia se sofocará
en una dosis multiplicada
de aquel dolor que me causó.
Nada como el suave sabor de su néctar,
fría o hirviente, pero nunca insípida y jamás indiferente.
Sin tintes filosóficos ni políticos,
solo simple y pura venganza.
Que me permita sentir el vientre cálido,
que me otorgue el agradable placer
de saber que no hay forma mejor
para compartir cualquier perdida o dolor
con la persona que lo ocasionó.
4 comentarios:
Que buen texto, muy bien enlazado y con las palabras precisas. Felicitaciones...
Me ha gustado mucho este texto, Esteban... A veces es necesario que alguien intente hacernos daño (intencionadamente o no) para comprobar que lo pasado, pasado está, y que, aunque no lo hayamos olvidado, al menos sí hemos aprendido a superarlo.
De todos modos, veo un poquitín de rabia por ahí escondida... ¿me equivoco?
Sip. La rabia, me ocurre muy pocas veces como para ponerme a esconderla.
tengo que decir que cuando se trata de ira, no he encontrado a nadie en el Momento que lo haga mejor que vos; un poder! 8)
Y no, no debe esconderse, Muy bien dicho
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