martes, 29 de mayo de 2007

Odio puro.

¿Cómo negarlo? ¿Cómo opacar tan sencilla y natural expresión, que tan fácilmente es provocada por algo o alguien? Todos la sentimos alguna vez, y por lo general siempre nos acompaña, allí, latente, esperando la situación apropiada para aflorar como el más marchito y putrefactamente bello capullo de amargo rencor, uno de aquellos que egoístamente tratamos de mantener siempre oculto en lo más profundo de nuestro consciente, uno que pocas veces alcanzará la luz del día.

No obstante, no debe uno apresurarse en sentirlo, ya que si no es verdaderamente puro se tiende a vulgarizar la mística sensación embriagante que incluso puede volverse adictiva; se limita uno a liberar su fuerza en entorpecidos sonidos pronunciados ruidosamente que sólo desgastan los pulmones y que poco o nada permiten plasmar la verdadera oscuridad de la pasión que acude pronta a estos fugaces momentos.

Es indispensable poder reconocer la completa naturaleza de este estado, y aun más importante, intentar entenderla. Entender el cómo la razón procesa los elementos que encajan satisfactoriamente en la ecuación y enciende los mecanismos que reaccionan nublando la percepción de empatía y que amablemente nos impide prestar atención a otra cosa que no sea uno mismo.

¿Lo has sentido? ¿Los ojos inundados en llanto reprimido? ¿El calor en las orejas o en las sienes? ¿El ardor en el vientre? ¿El latido de las venas en tu cuello? ¿La asfixiante sensación de que puedes y tienes derecho a todo? Que tienes derecho a hacer saber al mundo entero que se han metido con la persona equivocada... ¿lo has sentido? ¿Acaso no es una verdadera lástima que tan feroz sentimiento tienda a ser tan fugaz como el amor? Y es que no lo puedo negar… de vez en cuando extraño mis viejos odios casi olvidados, aplacados, vencidos por el sinuoso peso de un blando caparazón de perdón.
Un verdadero desperdicio, sin embargo siempre me resulta satisfactorio el poder recordar que no todo lo puro es bueno.